domingo, 30 de septiembre de 2012

La naturaleza del homicida en México

Los asesinos mexicanos tienen varias características: Son jóvenes de entre 20 y 30 años, llegaron hasta la secundaria, sufrieron de condiciones familiares adversas, son hiperactivos y económicamente tuvieron grandes desventajas.


 

CIUDAD DE MÉXICO, 30 de septiembre.- De homicidas y asesinos estuvo lleno el sexenio. La información de todos los días revela que más mexicanos cometen este delito, pero poco se sabe sobre aquellos que accionan un gatillo, empuñan un arma blanca, estrangulan, torturan o envenenan a su víctima. Excélsior buscó en estudios y estadísticas cuáles son las características de los asesinos.

El asesino promedio es un hombre de entre 20 y 30 años. Su escolaridad: secundaria, en promedio; 60 por ciento usa armas de fuego, y en entidades como Sinaloa, 76 por ciento de las muertes dolosas de 2012, está de por medio al menos un disparo.

Reportes de las Estadísticas Judiciales en Materia penal del INEGI señalan que casi la mitad de los sentenciados por homicidio en 2011 estaba casado o vivía en unión libre, y perteneció a la economía informal.

También siete de cada diez homicidas sentenciados agredieron a su víctima en pleno uso de sus facultades mentales y consumaron la muerte al instante.

El 75 por ciento causó la lesión sobre la vía pública y el segundo sitio fue en un hogar. Los cuatro horarios más frecuentes para matar durante el sexenio fueron a medianoche, entre una y dos de la madrugada, las tres de la tarde y las ocho de la noche. Mayo y agosto son los meses que más muertes se registran.

A partir de 2011, Chihuahua redujo su índice de homicidios hasta en 30 por ciento, pero continúa siendo la entidad con más crímenes, afirmó Eduardo Sojo, presidente del INEGI.
 
Investigaciones arrojan que en la mayoría de los homicidios se determinó que el principal móvil fue por presunta rivalidad delincuencial del crimen organizado.

Hasta aquí las cifras ya revelaron varios aspectos sociodemográficos del homicida mexicano, sin embargo, el criminólogo Martín Barrón, del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), cuestionó la legitimidad de las estadísticas, porque sólo cinco por ciento de los asesinatos en el país se resolvieron por investigación y los sentenciados por homicidio, apenas sumaron 997 en 2011.

“¿Cuántas víctimas se contaron indiscriminadamente por crimen organizado y no tenían ningún nexo?”, se preguntó.

Martín Barrón denunció que existen escenas del crimen en donde alguno de los peritos levantaron evidencias en tan solo una hora, cuando se necesitan al menos cuatro o cinco para desarrollar una línea de investigación, o casos más dramáticos, en los cuáles las autoridades ni siquiera entraron a ver el cuerpo.

El INEGI también especificó que sólo en el 74 por ciento de los homicidios se practicó una necropsia, procedimiento fundamental para determinar la posible causa de muerte. En estados como Guerrero, en tres de cada diez asesinatos se hizo este análisis científico.

El estudio en más de 370 presos de alta peligrosidad en reclusorios y penales federales arroja algunas pistas para entender qué hay detrás de los asesinos mexicanos. Se encontró, por ejemplo, que en la población de multihomicidas es cinco veces más alta la prevalencia del Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), que en el promedio nacional.

Feggy Ostrosky, directora del laboratorio de Neuropsicología y Psicofisiológica de la Facultad de Psicología de la UNAM, escogió para su investigación a los más de 370 homicidas, a través de escalas de sicopatías que ella misma estandarizó para la población mexicana, revisó sus expedientes criminales y estudió la genética de éstos.
“Quiero estudiar a sujetos que son realmente muy malos, que tienen la intención de causar daño físico y sicológico, como secuestradores, sádicos, torturadores”, dijo.

Con técnicas de neuroimagen y colocando electrodos en la cabeza para indagar en las diversas áreas del cerebro de los homicidas, la investigadora descubrió que hay asesinos que, aunque tienen claramente definido la diferencia entre el bien y el mal, no desarrollaron la parte emocional y carecen de inhibidores subconscientes que frenan a las personas a causar daño al prójimo.

“Me acuerdo de la historia de un sicario, a quien le pregunté: ¿Tú cómo te autodefines, bueno o malo? ‘Por supuesto que soy bueno’, contestó, y yo le dije: ‘pero tú te dedicabas a matar’, a lo que él dijo: no, no, ése era mi trabajo”, relató Ostrosky.

Durante su carrera, Feggy ha estudiado a asesinos como Juana Barraza La Mataviejitas, el secuestrador Daniel Arizmendi, El Mochaorejas, o Édgar Jiménez, El Ponchis, el niño sicario. Este historial la llevó a concluir que este tipo de homicidas no siente “ni tantito remordimiento”.

“Ellos te pueden decir que sí lo hay, pero yo te puedo decir que no. Tengo medidas objetivas del cerebro, donde detecto si están o no mintiendo, mucho más efectivo que el polígrafo.”

En su libro Mentes asesinas. La violencia en tu cerebro, Ostrosky dedica un capítulo a sicarios mexicanos. La sicóloga identificó por distintas investigaciones realizadas en prisiones federales que los sicarios han desarrollado un código para comunicarse a través de los homicidios.

Por ejemplo, el tiro de gracia es para enviar una advertencia al enemigo, sobre lo vulnerable que puede ser; un cadáver cubierto con una manta significa que el ejecutor conocía a la víctima; mutilar dedos, orejas o lengua implica que el asesinado era un delator, un chismoso o un ratero.

Feggy Ostrosky también definió algunos rasgos en los jóvenes sicarios: desigualdad económica; conflicto social desde su casa como falta de atención familiar y/o maltrato y un alto porcentaje son sicópatas.

Lo cierto es que detrás del incremento de presos por homicidios también “aumentan las historias de internos que tuvieron que enfrentar condiciones más desventajosas para su desarrollo que hace diez años: deterioro en las condiciones familiares, sociales y económicas”, de acuerdo con Elena Azaola, antropóloga social del Centro de Investigación y Docencia Económicas, CIDE.

Desde 2002, Elena Azaola aplica cada tres años una encuesta en reclusorios del Distrito Federal y del Estado de México para conocer el entorno social donde se desarrolló esta población.

La investigadora ha podido verificar que muchos de los padres de los presos, incluidos homicidas, padecieron de alcoholismo o drogadicción.

Además, aumentó el porcentaje de quienes viven en la informalidad y se volvió más fácil conseguir un arma.

Claudia Solera
2012-09-30 03:44:00
EXCELSIOR

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