miércoles, 26 de septiembre de 2012

¿Quién manda aquí?

La pregunta sería grave si la pronunciara un extranjero recién llegado al país. Muchos la considerarían abrumadoramente humillante si se dijera frente al Palacio Nacional. Sería grave si alguien lo hiciera en un hospital… o en un cuartel… o en una iglesia.

 
Sería peor si no se supiera quién manda en un Estado.
 
Supuestamente manda quien gobierna.
 
–¿Pero, qué pasa cuando quien gobierna no manda… y cuando manda nadie le obedece?
Entonces se vive en la anarquía… y con la anarquía el Estado se diluye... y con ello, las posibilidades de la convivencia. Sobreviene la anemia nacional.
 
No más ni menos, ese es el panorama trazado en México por la ubicua presencia de Los Zetas, nacidos hace dos sexenios como anécdota fugaz del narco.
 
Los Zetas mandan en las prisiones… sobre todo en las más violentas, allá en la “frontera chica” la menos documentada de México, al norte del mapa cuyo centro es Monterrey. “El clan de la última letra” —lo denomina Juan Villoro (escritor y periodista)—. “Los de la letra”, les llaman allá para evitar nombrarlos.
 
Los Zetas controlan carreteras, rutas de narcotráfico y tránsito de personas indocumentadas o bajo esclavitud.
 
Los Zetas matan y entierran; clonan vehículos policiacos, militares y hasta de medios de comunicación; cobran impuestos; le ponen precio a todo, comenzando por la vida humana.
Los Zetas tienen las características de una organización militar y una empresa mercantil (…) no existe una versión objetiva ni unánime que los defina (…) son gente que ve la muerte como forma de vida (…) están a la vista de todos, pero nadie los quiere ver”, escribe el periodista Diego Enrique Osorno en su libro La Guerra de Los Zetas.
 
Los Zetas son también una marca registrada, internacional. Lo mismo están en Estados Unidos, Nicaragua o Guatemala.
 
–¿Entonces, quién manda aquí? —vuelvo a preguntar.
 
–Por ahora, ellos, parcialmente… totalmente, muy pronto.
 
LA LEVEDAD DEL SER: Fueron nueve meses de lucha por la vida y contra la muerte, encerrado en un cuarto de hospital. Un esfuerzo bárbaro hasta el final. Siete quimioterapias de poco le sirvieron.
 
 El cáncer es un enemigo implacable. Demoniaco. La parte más dolorosa de la batalla fue la invasión de células malignas al sistema nervioso central. Tuvo que usar un parche en el ojo derecho para no ver doble… a costa de perder profundidad. Ya no tuvo fuerza para andar de pie. Fue algo devastador.
 
Probó todo lo habido y por haber. Le dieron tres meses de vida y logró un poco más. El acercamiento con la muerte le cambió la vida, a él, quien siempre andaba de prisa. La emergencia canceló esa urgencia que finalmente no sirve para nada. “¿De qué sirve la angustia? ¿De qué sirve la prisa sino para alejarte de los demás?”, reflexionaba en una última entrevista. Finalmente, el enemigo venció al guerrero. Alonso estaba atrapado en un círculo vicioso. Devastador. Terminó exhausto. Regresar a México le dio una última felicidad: murió contento por estar vivo… A su mujer y a sus hijos: que el dolor no dure ni un instante más de lo necesario.
 
José Cárdenas
2012-09-26 03:46:00
EXCELSIOR

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