martes, 10 de julio de 2012

El "copyright" congela la biblioteca de la web

El sueño de una gran biblioteca que poseyera todos los libros y conocimientos se ha topado con el problema de los derechos de autor, pese a lo cual desde Google hasta Harvard avanzan en el

Brewster Kahle, bibliotecario digital, frente al escáner de libros en su oficina de Archivo de Internet en San Francisco, en mayo de 2010.
 
Brewster Kahle, bibliotecario digital, frente al escáner de libros en su oficina de Archivo de Internet en San Francisco, en mayo de 2010. Foto: Jeff Chiu/ AP
 

En 1999, el empresario Brewster Kahle era parte del exitoso desarrollo inmobiliario e intelectual que surgió como un parque tecnológico en Silicon Valley, California, y su fortuna crecía paulatinamente a través de la venta de datos de una compañía minera a Amazon.com. Poco tiempo después, al considerar que contaba con el dinero suficiente para llevar a cabo sus propios proyectos, Kahle fundó el Internet Archive, una organización sin fines de lucro dedicada a la preservación de las páginas web —con una meta que supere los 10 millones de temas— y a hacer los textos ampliamente disponibles.

Una vez que su plan en torno a las páginas web se había encarrerado, Kahle reflexionó que los textos impresos también merecían ser preservados. Y su planteamiento para justificar esta empresa es irrebatible: “Debemos preservar el pasado aunque estemos inventando un nuevo futuro”, explicó. “Si la Biblioteca de Alejandría hubiera hecho una copia de cada libro y lo hubiera enviado a India o China, tendríamos las obras completas de Aristóteles, las de Eurípides. Una copia en una sola institución no es algo suficientemente bueno”, abundó.

Y entonces ese peculiar salvador de las palabras experimentó una especie de epifanía inspirada nada menos que en la Biblia: construir un arca que conserve miles de libros ante un eventual diluvio digital. El arca —en realidad una fila de enormes contenedores de madera— ya tiene una ubicación física en el suburbio californiano de Richmond. En los repositorios, cada uno de casi 80 metros de longitud, se almacenan las grandes obras del siglo XX e incluso hay espacio para textos que en su momento no tuvieron la trascendencia deseada.

Lo mejor de todo es que el proyecto de Kahle ha tenido resonancia en Estados Unidos y semanalmente arriban a Richmond un promedio de 20 mil volúmenes nuevos, la mayoría procedente de bibliotecas y universidades, recintos que envían, sobre todo, el material que por una u otra razón ha sido menospreciado en los almacenes virtuales de internet. Ahora será diferente y estos patitos feos coquetean con la inmortalidad. Algunos de los títulos que ya cuentan con un espacio en el arca de Kahle son American Indian Policy In the 20th Century, All New Crafts for Halloween, The Portable Faulkner, What to Do When Your Son or Daughter Divorces, y el romance Temptation’s Kiss, según nos informa David Streitfeld en su artículo “In a Flood Tide of Digital Data, an Ark Full of Books”, publicado el tres de marzo pasado en The New York Times.


 
Foto: Archivo
 

Para Judith Russell, decana de las bibliotecas de la Universidad de Florida, las universidades y bibliotecas públicas están haciendo una selección muy drástica de su material, por lo que ella, a través de la institución que representa, ha enviado sus archivos al proyecto de Kahle para su duplicación y salvamento. “Es mucho más aceptable para nosotros”, abunda, “que los libros se envíen para un propósito útil en lugar de simplemente reciclarlos”.

La tarea de Brewster Kahle es ambiciosa, pues prevé contar con una copia de cada libro. Y lo es también en el aspecto financiero. Tan sólo en la compra y el mantenimiento del repositorio, Kahle ha gastado más de tres millones de dólares. Pero la acción vale la pena para este hombre que ha dedicado gran parte de su vida a la impresión tradicional, por lo que desde un principio se opuso a desechar el libro original una vez que estaba lista la copia digital. La solución a este dilema, Kahle la encontró en preservar el original y la copia.

Y es precisamente el almacenamiento del libro físico el que ha generado el incremento del número de contenedores en Richmond. Pero Kahle sabe que la opción del microfilme y las microfichas nunca superó su estado utópico de salvaguarda y acceso a la información.

En 1938, el escritor británico H.G. Wells, en su obra World Brain, imaginó que en una época no muy lejana cualquier persona en el mundo tendría acceso “a todo lo que se piensa o se sabe”. El optimismo de Wells estaba sustentado en los avances microfotográficos de los años treinta del siglo pasado. Así, el autor supuso que el microfilme era la vía tecnológica para que el corpus del conocimiento humano estuviera disponible de forma universal. De hecho, Wells se atrevió a aventurar una conclusión risueña: “El tiempo está cerca, casi al alcance de la mano, para que cualquier estudiante, en cualquier parte del mundo, sea capaz de sentarse con su proyector en su propio estudio y a su propia conveniencia para examinar cualquier libro, cualquier documento, en una réplica exacta”.

El plan de construir un arca surgió, más que de la idea de los microfilmes imaginados por Wells como salvaguardas de “todo lo que se sabe o se piensa”, de la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, enterrada en el permafrost (capa del suelo permanentemente congelada) de Noruega, que actualmente cuenta con 740 mil duplicados de semillas provenientes de bancos de semillas de todo el mundo. “Muchos de estos bancos de semillas se encuentran en países en desarrollo. Si las semillas se perdiesen, por ejemplo debido a una catástrofe natural, guerra o simplemente debido a la carencia de recursos, los bancos de semillas serían restablecidos con semillas de Svalbard”, apunta en su sitio web el Ministerio de Agricultura y Comida noruego.


 
Foto: Especial
 

El arca de Kahle la sustentan 51 años de experiencia vinculados a los textos. “Se hablaba”, apunta, “de diferentes modelos de lo que internet sería, y uno de ellos fue la posibilidad de una gran biblioteca que ofrecería el acceso a todo el conocimiento universal”. Por esa razón, el empresario y sus patrocinadores comparten el entusiasmo de crear el Archivo Físico de Internet, una base informática que ha incorporado el material de la biblioteca pública de Burlingame, donde hay una sala rebosante de periódicos encuadernados que abarcan varias décadas. La bibliotecaria de esta ciudad también californiana, Patricia Smith, señala que “sólo dos personas al mes” atienden el acervo, por lo que “teníamos que cambiar la finalidad del espacio”. Así, casi 600 metros lineales de revistas como Scientific American, Time y Vogue, además de periódicos, se enviaron al repositorio de Richmond. La sala, entonces, se convirtió en un laboratorio computacional.

La idea del incendio que acabó con la Biblioteca de Alejandría está presente en el proyecto del Archivo Físico de Internet de Richmond, por lo que algunos de los libros viajarán a China, país que también muestra disposición para construir una biblioteca digital. Una vez que los ejemplares sean escaneados regresarán a California, con la particularidad de que los textos digitales ahora podrán ser consultados por personas con discapacidad visual y para los efectos legales que se requieran.


Larry Page, CEO de Google, en mayo de este año.
 
Larry Page, CEO de Google, en mayo de este año. Foto: Eduardo Munoz/ Reuters

DESPUÉS DE GUTENBERG
Mientras que el Archivo Físico de Internet de Richmond ha sorteado los problemas legales de copyright por ser donaciones de bibliotecas públicas y universidades, otras empresas enfrentan obstáculos, de momento casi insalvables, para construir megabibliotecas virtuales y así cumplir el sueño de la “biblioteca de la utopía”, planteado por el filósofo utilitarista judío australiano Peter Singer. El sueño de digitalizar los más de 100 millones de libros publicados a partir de que Gutenberg inventó los tipos móviles, indexar el contenido de los mismos, agregar datos descriptivos y subirlos a internet con aplicaciones para su visualización y búsqueda, actualmente es posible, aunque el aparato jurídico que protege a editoriales y autores hacen difícil que el proyecto de una megabiblioteca virtual trascienda su estatus de utopía.

En 2002, Larry Page, cofundador de Google, anunció que esta empresa escanearía todos los libros del mundo en su base de datos, pues sólo con los textos digitales en línea Google podía cumplir la premisa de lograr que la información fuera “universalmente accesible y útil”. Tras realizar algunas pruebas, Page concluyó que Google contaba con el capital y las herramientas para llevar el proyecto a buen puerto. La confianza se fortaleció cuando su equipo de ingenieros y programadores inventó un sofisticado dispositivo de escaneo que, mediante una cámara infrarroja estereoscópica, corrige la curvatura de las páginas que naturalmente se produce cuando abrimos un libro. El dispositivo permite digitalizar los libros sin afectar el espinazo de los ejemplares impresos. El think tank de Page también creó un software de reconocimiento de caracteres capaz de descifrar fuentes poco habituales, así como rarezas textuales en más de 400 idiomas.

Dos años después, en 2004, Page y su equipo ventilaron públicamente el proyecto, al que más adelante denominaron Google Book Search. Además de aplaudir la empresa, cinco de las bibliotecas más grandes del mundo, entre ellas la Pública de Nueva York, y las de Harvard, en Cambridge, y Oxford en el Reino Unido, acordaron aportar su patrocinio bajo la fórmula de que Google digitalizaría sus colecciones de libros a cambio de regresar las copias de las imágenes.

Hasta ese entonces el proyecto de la biblioteca universal de Google marchaba como una máquina recién aceitada, hasta que el pelo apareció en la sopa. Por principio de cuentas, el Gremio de Autores y la Asociación Americana (Estadunidense) de Editores demandaron a Google bajo el argumento de que copiar libros completos, incluso con la intención de mostrar sólo unas breves líneas de texto en los resultados de búsqueda, constituye una infracción ‘masiva’ al copyright”, señala Nicholas Carr en su artículo “The Library of Utopia”, publicado en el número bimestral de mayo/junio de 2012 de la revista Technology Review.

Robert Darnton.
 
Robert Darnton. Foto: Flavio Moraes/ AFP

Frente a este primer obstáculo, algunos especialistas consideran que Google tomó la decisión equivocada. En lugar de llevar el problema a la Corte y defender la Búsqueda de Libros bajo el argumento de un “uso justo” del material protegido por la ley del copyrigth —que los expertos creen que pudo ganar—, Google negoció un acuerdo que benefició sobre todo a sus demandantes, accediendo a pagar enormes sumas de dinero a autores y editores a cambio de la autorización de estos a copiar los ejemplares.

Entre los beneficios que obtuvo el rastreador destaca la venta de suscripciones a la base de datos de bibliotecas e instituciones, al tiempo que se puede utilizar el servicio como un medio para la venta de libros y el despliegue de anuncios.

No sirvieron de mucho las buenas intenciones de Google. Los editores extranjeros protestaron, también bibliotecarios y académicos, muchos autores rechazaron que sus obras fueran leídas de forma gratuita y, para completar, el Departamento de Justicia estadunidense señaló que examinaría las leyes antimonopolio.

La Corte que quiso evitar Google finalmente entró al juego, y en 2011 el juez de distrito Denny Chin rechazó cualquier posibilidad de acuerdo, al dictaminar que el pacto no sólo “concede a Google derechos importantes para explotar libros enteros, sin el permiso de los propietarios de derechos de autor”, sino también premia a la empresa al “copiar al por mayor obras con derechos de autor” del pasado. El proceso continúa y en los próximos días Google estará en la Corte nuevamente, un escenario que ha provocado que la empresa reconsidere la Búsqueda de Libros, pues ésta ya no puede ser una prioridad frente a la competencia en el rubro que significan Facebook y las redes sociales en general. Así, a una década de comenzar un proyecto ambicioso, la megabiblioteca que albergaría todos los libros del mundo está en pausa, instalada de lleno en el reino de la utopía.


Brewster Kahle en los contenedores donde se guardan las copias físicas de libros.
 
Brewster Kahle en los contenedores donde se guardan las copias físicas de libros.
Foto: Jeff Chiu/ AP

EL SUEÑO NO HA TERMINADO
La experiencia vivida por Google no significa que el sueño por construir una biblioteca universal haya terminado. No al menos para el historiador y miembro de la Legión de Honor de Francia, Robert Darnton, quien a partir de que en los pasados años noventa arrancó un proyecto innovador relacionado con la digitalización de obras académicas e históricas, tarea apoyada con la redacción de varios ensayos acerca de las posibilidades de los libros digitales, fue nombrado en 2007 como director del sistema de bibliotecas de la Universidad de Harvard.

Darnton no tuvo empacho en obviar la relación que alguna vez existió entre la Universidad de Harvard y Google, convirtiéndose en un feroz crítico de la Búsqueda de Libros del gigante de internet. El académico retomó el ensayo y a través de él acusó a Google de ser un ente especulador y una empresa monopólica. Dijo que el coloso informático tiende a convertirse en “un monopolio de un nuevo cuño, no del tipo de los ferrocarriles o del acero, sino del acceso a la información” (Nicholas Carr, íbid).

Sin embargo, hay algo que identifica a Robert Darnton con Larry Page: el deseo por construir una biblioteca universal en línea, que cumpla el propósito largamente anhelado de hacer que el conocimiento esté disponible para todos los ciudadanos del planeta. Para alcanzar este objetivo, Darnton sabe que debe lograr el consenso de universidades y bibliotecas, además de conseguir aportaciones económicas de las fundaciones de caridad. Sólo así, opina, lograría construir una verdadera Biblioteca Digital Pública de América (DPLA, por sus siglas en inglés).

La inspiración para crear un proyecto de tal naturaleza, Darnton la obtuvo, no de los tecnólogos actuales, sino de los enciclopedistas del siglo XVIII, cuyas ideas circularon por toda Europa y cruzaron el Atlántico para influir en la cultura de los habitantes del continente americano. Fueron los enciclopedistas, de acuerdo con Darnton, los verdaderos ciudadanos de la República de las Letras, república que ahora el académico quiere replicar, pero de forma digital, verdaderamente abierta y democrática.

El proyecto Darnton ha conseguido el subsidio de la propia Universidad de Harvard y de la fundación Alfred P. Sloan. Llama la atención que en el comité del plan aparezca nada menos que Brewster Kahle (creador del arca digital), además de Michael Keller, director de bibliotecas de la Universidad de Stanford.

Darnton prefiere ir con paso moderado en el proyecto, por lo que, sea universal o no, la biblioteca que planea siempre llevará la nomenclatura de “pública”. Asimismo, para no caer en el error de Google, el académico considera abstenerse de invadir el mercado comercial, el de los libros de publicación reciente.

De esta manera, mientras se delimita el aspecto legal de los derechos de autor, el plan se limitará a escanear los libros que son ya del dominio público. Un problema nada minúsculo cuando se trata de prospectar una megabiblioteca, ya que la primera ley federal de derechos de autor fue aprobada por el Congreso estadunidense en 1790, y a partir de entonces los ejemplares al amparo de esta norma han extendido su protección de 14 años a 28 años, y después a casi 100 años. Así, muchos de los libros publicados en la década pasada gozan de un saludable copyright, un obstáculo a prueba de cualquier construcción de una República Digital de las Letras. La utopía sigue bien plantada.
José Luis Durán King
2012-07-07 | Milenio semanal
MILENIO

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